Evitad las decisiones desesperadas; pasará el día más tenebroso si tenéis valor para vivir hasta el día siguiente.
Una vibración. Un movimiento repetitivo en mi centro de equilibrio. En mi oído interno. Y afecta a mis ojos, a mis manos, al suelo, al techo, a las paredes...
Todo se mueve y, yo, que no solo lo siento sino que vivo dentro de él desde siempre, debí aprender a moverme del mismo modo para equilibrar el vértigo y dejar de verlo todo deformado.
Pero no es fácil. No siempre lo consigo.
A veces, cuesta mucho sincronizarse con la vibración y emular a la reverberación, es necesario concentrarse. Cuando algo me impide concentrarme en el ritmo de mi propio ruido me pierdo en ese ir y venir del zumbido que no me deja oír nada. Y pierdo el equilibrio. Me caigo y toca volver a empezar.
Y duele, no solo la caída, sino volver a empezar. Porque cada vez repito los primeros pasos y pienso en si hay algo más que pueda hacer para que si hay una próxima caída, no pierda el camino andado.
Vivir en una vibración no es agradable. Necesito más vida dentro de la propia vida, más colores dentro de los colores, más olores y sonidos. Porque sino, los comunes, los normales, los mediocres, se difuminan hasta hacerse borrones. Sucios y descoloridos. Necesito cosas que sobresalgan para que destaquen entre tanto movimiento.
De eso también me canso. De buscar y buscar. De encontrar a medias y no encontrar a la vez. De rendirme a veces. Porque a veces, también necesito los ruidos normales, los colores de siempre, la vida que lleva todo el mundo y descansar.
Dejar de tener miedo a las cosas que no puedo controlar. Dejar de cuestionarme si las cosas son como son o como yo quiero verlas porque mis ojos, nerviosos y desenfocados de tanto vibrar, no me dejan ver más allá.
Existen ocasiones, en que veo a la gente, con sus mundos inertes y detenidos y una extraña sensación me envuelve: No sé bien si les envidio porque su mundo no se mueve o me dan pena por eso mismo.
Supongo que un poco de ambos y nada de ninguno a la vez.